
A eso de las tres y media la madrugada de un lunes, sonó el ring del teléfono, yo resignado a que no retomaría el sueño y que me afectaría para el control que debía rendir en la mañana. Me preparé para contestar, pero una extraña presión en el pecho me lo impidió, fue un peso que todavía siento en momentos de tensión y pesadumbre, una marca que se ha quedado y que espero se diluya.
Supuse que mi hermana contestaría, además, era muy probable que fuera algún extraño pretendiente pasado de copas, ¿un día lunes?... me alerté. Traté de escuchar todo hasta que con voz preocupada llama a mi padre a que responda la llamada, es para él. Asuntos de trabajo me imaginé, y me preparé para tratar de al menos dormitar lo que quedaba de noche, pero seguía sintiendo esa fuerza que ahora aceleraba mi ya irregular ritmo cardíaco. De mi padre sólo oí un profundo “Qué!?”... y el “vamos para allá” tembloroso antes de entregarle a mi madre el auricular para que cortara el llamado. En ese preciso instante sentí cómo mis músculos se contraían y mis ojos se abrían para no parpadear en un largo rato, mi mente totalmente en blanco no me dejaba especular sobre lo funesto que podría haber alarmado a la familia... “vamos” y no “voy”.
Observé a mi madre bajo el umbral de la puerta de mi dormitorio luego de encender la luz con su rostro normal para haber despertado de golpe a esas horas, pero espero no volver a verlo empalidecido de esa forma. “Tú tío falleció... vamos a ir para allá a verlo” dijo muy rápido, sin tiempo para digerir las palabras ni para desviar mi mirada del umbral, ni para parpadear, ni para comprender.
Con mis ojos ardiendo, mi mirada perdida, y la carga en el pecho escucho a lo lejos palabras ahogadas, mi hermana pregunta cómo ha pasado y mi padre le espeta: “él lo quiso”.
Es extraño mantener en la cabeza sólo imágenes en blanco pero en el centro la persona de quien sabes que te hablan, sin siquiera nombrarlo... El llanto lúgubre de mi hermana disimuló el silencio de la casa mientras repetía la imposibilidad de lo ya irreversible.
Aún con la mirada fija en el umbral... los párpados fijos, los ojos secos, la sensación del pecho a punto de ceder, la percepción del tiempo detenido inevitablemente, la incertidumbre de qué hacer y qué decir, las imágenes en blanco que ahora se desvanecen y se convierten en rápidos recuerdos sin sentido... mi padre, ¿cómo está mi padre? (...estoico).
No sé cómo ni por qué de un instante a otro me encuentro en lo que antes había sido el escenario de innumerables celebraciones familiares, jocosas historias y recuerdos que no volverían a repetirse, él en medio de todos, alma de la fiesta y objetivo de miradas de orgullo por parte de mi abuela y mi padre, exitoso, la supuesta familia feliz con la pareja de niños que iluminaban el ambiente.
Los colores se disiparon tan rápido como llegó mi reconocimiento por el lugar, inhalé la atmósfera viciada y todo se envejeció... el vacío se llenó de pesadumbre y el peso en el pecho volvió a tornarse agudo, casi insoportable al tiempo que bajaba la mirada junto al movimiento de un desconocido al destapar el semblante antes agraciado de quien yacía extendido solemnemente en el empolvado embaldosado opacado por las pesadumbres de cada uno de quienes estuvimos ahí suspendidos por los finos hilos del extraño ser gallardo, derretidos por el llanto (....padre, ¿no lloras?).
Quien siempre estuvo presente en todas los momentos substanciales, uno de los pocos que sentí a este lado en todos mis logros, y en mi única complicación que alguna vez amenazó mi salud se encontraba frente a mi, indemne pero extinto de alma y júbilo. La presión del pecho se hizo insoportable, mi cabeza recorría cada centímetro del lugar, cada detalle se esfumaba al resaltar el siguiente, el abrazo sobrecogedor de mi hermana y su llanto descontrolado volcaron todo mi abatimiento, pude al fin cerrar los ojos mientras los párpados involuntarios abrían paso a lágrimas de incontrolable decepción y congoja, angustia y desesperación... mi cuerpo abatido sostenido sobre el aire se perdía en el oscuro entorno, junto con mis mutilados pesares ejecutados desde lo más profundo, las palabras de calma se perdían en el hálito con entrecortados sollozos, clamando agudizarse para contener las reprimidas convulsiones que involuntariamente me atraparon al divisarlo a él... percibí sus pequeños dos trocitos de alma que probablemente estarían soñando apaciblemente un par de metros distantes y que al despertar entenderían nada de lo que nadie alguna vez sería capaz de comprender. (... llora con nosotros, lo necesitamos, papá).
No sé si existe el perdón instaurado luego de concebir su esencia partir, una respuesta clara a la cobardía y egoísmo, al cese de la lucha y a la sorprendente fragilidad humana, donde finalmente uno mismo resulta ser nuestro propio peor enemigo, cegando el futuro y apresurando el término, asfixiado por tus debilidades y menoscabando vanamente tus fortalezas disipadas por razones incomprensibles... como mi pecho ahora por años presionado.
Padre, ¿te enseño a llorar?